El miedo a las armas

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El miedo como verdad

Hay una diferencia profunda entre la novela negra original y su variante contemporánea, especialmente la nórdica: el tratamiento dado al miedo y a la violencia, tomados en aquella como elementos consustanciales a la aventura y en ésta, en cambio, manifiestos como anverso y reverso de una amenaza con la que se compromete al lector y sobre cuya mayores o menores probabilidades de cumplirse, que oscilan a lo largo del relato, se modula el suspenso. El miedo como valor, como verdad, más aun que el miedo a la verdad o el valor frente al miedo como alternativas de desarrollo: he aquí una invención del género en su transcurrir histórico por su propia transformación o actualización que tal vez no sea, teniendo en cuenta la dependencia de sus condiciones de producción de cualquier género literario, sino el modo que encontró de asimilar un profundo desencanto, el desengaño de la imaginación activa que pasa de la curiosidad y el interés por la aventura, con toda la desconfianza implícita en el acercamiento al mal y la frecuentación de los peligros, al temor y el lamento anticipado por un riesgo imposible de asumir para quien, autorizado por el pesimismo, ve en la consolidación del dominio del cinismo, la violencia, la mentira y la injusticia la irrebatible afirmación no tanto de la verdad con la que debe estar de acuerdo como de la realidad con la que debe conformarse y las confunde. Como es más contemporáneo nuestro, Kurt Wallander nos parece en principio más real que Philip Marlowe: el mundo de uno es el actual y el del otro, con sus gangsters, sus millonarios y sus rubias, nos parece una leyenda. Pero no es necesariamente el parecido con las circunstancias el mejor índice de verdad que la literatura puede procurar a sus lectores.

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Los personajes y ese pánico total

Roman Polanski dijo alguna vez hablando de Cul-de-sac, posiblemente su mejor película, que “los personajes y ese pánico total son lo más importante del cine”. Lo afirmó sin demostrarlo, apasionadamente, como suele hacerse con aquellas creencias que traducen de manera más enfática la visión intransferible de las cosas y del mundo que alguien tiene. Siendo así es posible entonces creer en su declaración, sobre todo cuando viene de un artista quizás aún más dotado para la diestra manipulación de la amenaza que para descubrir de qué está hecha ésta o quién la ejerce. Y si se toman sus palabras, orgullosas y sinceras en el momento de pronunciarlas, como testimonio de un cierto estado de cosas a mediados del siglo veinte, cuando el viejo mundo de las dos guerras mundiales empezaba a ser dejado atrás, es posible arrimarles una anécdota, también de ambiente frío pues, en lugar de venir de Polonia, premonitoriamente viene de Suecia, divertida pero elocuente sobre el lugar del miedo en la época, para sus epígonos de un sombrío blanco y negro por debajo del color de los espectáculos de Hollywood. Aquí se trata del enfrentamiento, a propósito de algún montaje en el Teatro Real de Estocolmo, de un todavía joven Ingmar Bergman con su superior al frente de la institución, otro director teatral y cinematográfico que por su parte él mismo admiraba. En cierto momento de la discusión, acalorados a pesar de la temperatura ambiente, Bergman le suelta a su mentor: “¡Yo no le tengo miedo a nada!”A lo que éste responde con la carta del triunfo: “Bergman, he visto sus películas.” Éstas delataban –y aún lo hacen- la incómoda verdad del miedo de fondo, ese miedo que tanto avergüenza y en el que Bergman, años más tarde, basaría su único y tan particular como representativo film bélico, titulado justamente Vergüenza, cuyo argumento expone la progresiva degradación de unos músicos refinados, cultos y sensibles bajo la presión de ese “pánico total” del que hablaba Polanski y del que la guerra sea tal vez la expresión más entera.

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El temor del cielo

La película, contemporánea de la crisis de la guerra de Vietnam, es de 1968; a pesar de la guerrilla y su consiguiente represión, puede afirmarse que para entonces el pacifismo era ya una manera de pensar que avanzaba sobre el patriotismo y que con el tiempo se volvería universal, por lo menos para la clase única con más o menos recursos que constituye mayoritariamente el público lector de nuestra época. El servicio militar ya no será obligatorio y el manejo, aunque torpe, de las armas tampoco será en adelante un asunto sobre el que el estado imparta a los ciudadanos una mínima instrucción. A la vez, el tráfico irá en aumento y dejará extraviados en manos desconocidas todo tipo de juguetes peligrosos y temibles para la población desarmada. De todos modos, el punto es que para millones de hombres en todo el mundo lo militar dejaba entonces de representar un modelo, y mucho menos un modelo ineludible. Pero no era así en los tiempos en la novela negra fue creada.

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Humor ante el peligro

Es sabido que Hammett llevaba muy bien la vida de cuartel y que los hombres a su cargo lo apreciaban y respetaban. También, porque fue detective, que era capaz de manejar un arma. Pero aquí lo importante no es eso, sino el posible resultado de esa familiaridad con la violencia, al menos con la latente, y el poco respeto que en consecuencia le demuestra al describirla en sus libros. Porque tanto en Cosecha roja como en los cuentos para Black Mask o en cualquiera de sus otras novelas el tratamiento dado a la violencia es su devaluación por la vía del humor. Y si bien podría decirse que este aspecto de caricatura responde a un estilo en desarrollo cuyo éxito popular pronto se exportaría a otros medios como el cine o la historieta, no por eso se debería ignorar la diferencia entre este modo de enfrentar la violencia y el que se deduce de una conciencia determinada por el miedo. Ese estilo, atractivo, seductor, sobriamente desafiante, lo heredan estos detectives de los aventureros de otras épocas y aparece tanto en el agente gordo de la Continental como en Sam Spade o en Philip Marlowe, por no hablar de los diálogos entre Nick y Nora Charles, protagonistas de El hombre delgado y de toda la serie de secuelas extraídas para el cine y la TV de la novela. Si en Patricia Highsmith la ambigüedad moral y la vacilación entre atreverse o no a cometer un acto son no sólo clave del suspenso sino también impresión de realidad, en lo que se llamó novela negra para dejar clara la diferencia con la novela policial de esclarecimiento de enigmas de lo que se trata es de un cuerpo a cuerpo entre una conciencia alerta y un, justamente, “cuerpo social” tomado por la corrupción, tema que da pie a la caricatura como desde siempre, pero al que además no es suficiente estudiar manteniéndolo a distancia para resolver caso alguno, ya que junto a la verdad de una cuestión lo que aquí está en juego es la suerte de todos los cuerpos implicados, reacios a la obediencia al orden establecido. Para arrojar, como se decía, el propio cuerpo en la lucha, hace falta un coraje físico, un hábito de la acción, que nada tiene que ver con el del paralizante temor propio del habitante de las urbes invadidas por extraños o psicópatas en el centro de las actuales muestras del género.

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Conocimiento del mal

Sobrevivir en la jungla de cemento de la ley seca o en la decadencia del estado de bienestar supone hábitos y habilidades diferentes; luego, sentimientos distintos y en consecuencia una percepción desigual de las cosas, de manera que no hay más que admitir la imposibilidad de sostener antiguos héroes en otro lugar que entre los clásicos, ya que sólo la parodia, voluntaria o involuntaria, podría resultar de su imitación o continuación irreflexiva. De todos modos, aún se pueden extraer lecciones de los viejos maestros y una de ellas es su elegancia, que se puede contraponer al ansia de prestigio con que más de un autor actual de novela negra apela a argumentos como el de la crítica social o el compromiso con la realidad manifiesto en sus relatos, al no reclamar aquellos para sus obras otro valor que el que pudiera desprenderse de sus páginas, obstinadamente clasificadas por ellos mismos bajo el rubro de entretenimiento. Esa actitud está en todo de acuerdo, en forma y significado, con la ironía lúcida y desencantada característica de sus protagonistas.

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Publicado por

Ricardo Baduell

Desde hace veinte años me dedico a ayudar a escritores y personas que quieren escribir a concretar sus proyectos. He colaborado con reconocidos autores latinoamericanos y españoles en diversas obras publicadas, así como con muchos escritores noveles de ambos lados del Atlántico. Trabajo además con editoriales y agencias literarias, analizando y seleccionando manuscritos. ¿Escribes? Escríbeme (ricardobaduell@yahoo.com). O llámame (+34 667 912 702). O visita mi nuevo sitio Ricardo Baduell Book Doctor (baduellbookdoctor.com).

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